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A mi hijo Octavio

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En el marco del centenario del nacimiento del escritor Octavio Paz, premio Nobel de Literatura en 1990 y uno de los escritores mexicanos más reconocidos en el mundo, Dolores Garnica nos comparte, a manera de homenaje, este texto sobre su experiencia leyendo al autor de «Piedra de sol» y «El laberinto de la soledad».

Octavio Paz

Me pasa sólo con algunos: recuerdo el sitio y hasta la ropa que usaba mientras leía o terminaba los libros, esos donde la impresión se convertía en una especie de sopor con falta de aire, agujero en el estómago y un montón de envidia. ¿Cómo es posible que las palabras me cierren los párpados, me dibujen una sonrisa y hagan brotar en mí una carcajada de felicidad? Lo he sentido pocas veces, y por esas pocas veces sigo leyendo.

Recuerdo entonces a una adolescente en su cama, de piyama rosa conteniendo la respiración y repitiendo en voz alta la lectura de algunas estrofas de Piedra de Sol, me recuerdo pensando en cómo será el color de los deseos, cómo me quedaría una falda de maíz y hasta cómo me dejaría tocar y recorrer: como un río. Esa noche le prometí que mi primer hijo se llamaría Octavio, y la promesa sigue en pie. Cada vez que repaso Piedra de Sol descubro cosas nuevas, pero siempre recuerdo a la yo adolescente en piyama entendiendo lo que podía, pero presintiendo el poder arrollador de un poema que poco a poco se ha convertido en uno de mis principios poéticos.

Recuerdo lecturas obligadas de Octavio Paz en la universidad, ensayos largos o brevísimos repletos de sentencias: una autoridad intelectual que todavía persigo, un tono que me enseñó que, a final de cuentas, el escritor es el creador de cada palabra, el dios de sus espacios y de sus historias, y que aquí, entre estas líneas, son mis manos y mi pensamiento la única ley. Allí, en la universidad, recuerdo también un estallido de gritos y aplausos en abril de 1998: muchos compañeros habían salido de clases para gritar y festejar que por fin había muerto el "traidor", "asesino" y "vendido"; las ganas de callarlos, una lágrima en un maestro y mi regreso a casa con una tristeza aún más grande porque tenía que ser secreta. Todavía me enojo cuando lo recuerdo.

Octavio Paz es un escritor universal, transparente y, en muchos sentidos, también omnipresente. Su lectura ilumina, alumbra y nos descubre algo de nosotros mismos que no sabíamos, o que intuíamos pero no podemos expresar. Cada poema y cada ensayo son un latigazo que incita el pensamiento, se esté o no de acuerdo con lo que dice. Octavio Paz escribe para cada uno de nosotros, y tiene la suficiente paciencia para explicarnos, paso a paso, como a niños que aprenden a sumar.

Hoy, al recordar, también pienso que no concibo mi vida intelectual sin sus letras, que aún me hace sentir una adolescente en piyama, que todavía me carcajeo ante el torbellino de su genio y que, a sus cien años, Octavio Paz sigue activo y, sobre todo, prolífico.

 

La foto que ilustra este post es del sitio periodicocorreo.com.mx


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